viernes, 17 de septiembre de 2010

¿El ocaso del liberalismo?

Hace varios siglos tuvo lugar una de las aventuras intelectuales más admirables de la historia de la humanidad: el proyecto liberal. Fundarlo, definirlo y dotarlo de un cuerpo conceptual coherente fue un trabajo que exigió los esfuerzos de las mejores cabezas de la época, tarea que da frutos hasta hoy. En términos generales, el liberalismo se articula en torno a ciertas distinciones básicas: la separación entre Iglesia y Estado, entre la opinión y el poder, o entre lo público y lo privado. Pero, una de las distinciones centrales es aquella que separa los actos externos de los internos. Si seguimos la tradición liberal, es legítimo prohibir los primeros, mas nunca los segundos: la legislación sólo debe ocuparse de los actos externos, dejando los internos al libre arbitrio de cada cual.

Desde luego, los liberales se esforzaron en definir del modo más amplio posible los actos internos, pues así podría maximizarse el ámbito de autonomía individual. Así, Montesquieu podía afirmar en la Francia del siglo XVIII que la libertad de pensamiento no debía sufrir ninguna limitación; ni tampoco los escritos, pues son de muy difícil interpretación; ni las palabras, pues su sentido depende mucho del contexto. Darle a un juez el poder de condenar ese tipo de actos es fundar un posible poder arbitrario contra los individuos que, para Montesquieu, es la definición del despotismo. Por lo mismo, concluía con audacia, no deben ser perseguidos ni la herejía ni los crímenes de lesa majestad.

Años después, John Stuart Mill desarrolló estas ideas en su tratado On Liberty. Allí, el filósofo afirma que una sociedad liberal debe permitir una "libertad absoluta de opiniones y de sentimientos sobre todos los temas, prácticos o especulativos, científicos, morales o teológicos", y derivaba de allí también la libertad de publicar con amplitud: ambos derechos, sostenía, son indisociables. Incluso debemos aceptar las opiniones que consideramos erradas, pues en una sociedad liberal no hay jueces, no puede haberlos, capaces de definir quién está equivocado y quién en lo cierto.

Traigo a colación esta distinción liberal a propósito de la sugerencia de algunos senadores, que consiste en tipificar un nuevo delito: la incitación al odio racial. Esta idea ha surgido luego de que un grupúsculo nazi intentaran organizarse como partido político al mismo tiempo que ha cometido algunos atentados. Para evitar lo primero es que se pretende crear este nuevo delito (el artículo octavo habría servido, pero, ya sabemos, fue derogado), y así nos aseguraríamos de que los nazis nunca podrían entrar a competir en el sistema democrático.

El problema es viejo como el hilo negro, y Popper ya había intentado zanjarlo con su conocida paradoja de la tolerancia. Para Popper, una sociedad tolerante no debe tolerar a los intolerantes. Suena muy razonable, pero contiene una pequeña dificultad: la conclusión es incoherente con los principios que el mismo Popper estableció para una sociedad abierta. Y la razón es simple: alguien tiene que decidir en nuestro lugar qué tipo de ideas son tolerables. Y es justamente ese tipo de paternalismo, que es execrado por toda la tradición liberal, pues constituye una heteronomía. La cuestión es endiablada y no pretendo resolverla aquí. Sólo me interesa llamar la atención sobre el fenómeno: incluso las sociedades liberales sienten la necesidad, más tarde o más temprano, de negar sus propios principios, adoptando legislaciones que limitan la libertad de expresión. Es algo así como un punto ciego, un problema sin solución. La única diferencia es que mientras ayer se castigaba la herejía contra la religión, hoy se castigan las herejías contra la democracia o la igualdad.

Si acaso esto es cierto, el liberalismo supone un engaño de dimensiones colosales. Por un lado se nos quiere convencer que sólo las sociedades liberales aseguran a sus miembros la más absoluta libertad de expresión, mientras por otro se prohíben los atentados a una nueva ortodoxia que niega su condición. Es el reemplazo de una moral por otra, cuando se nos había prometido el fin de toda moralidad impuesta. Si antes era pecado ser herético, demócrata o masón, hoy lo es ser reaccionario, integrista o racista. En esta hipótesis, habría que admitir, como de algún modo sugería Strauss, que en el fondo toda sociedad vive de ciertos tabúes, y no hay que hacerse ilusiones con la sociedad liberal, que también tiene los suyos, por más que le cueste admitirlo.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 17 de septiembre de 2010

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