miércoles, 6 de octubre de 2010

Adicción peligrosa

UNA DE LAS características del gobierno de Michelle Bachelet fue su obsesión por las encuestas: ninguna decisión podía tomarse sin contar con el aval de los sondeos. Y aunque esta estrategia fue exitosa en un sentido, también tuvo sus dificultades: Bachelet no ejerció un liderazgo político efectivo y, si alguien tenía dudas, el terremoto reveló cuánta fragilidad se escondía bajo un estilo que sólo mira los índices de popularidad.

El Presidente Piñera tiene poco en común con Michelle Bachelet, pero en este punto son más parecidos de lo que él estaría dispuesto a admitir. De hecho, en su larga campaña presidencial todo estuvo siempre medido y calculado hasta el hartazgo. Así, Piñera fue un candidato más bien plano, que logró el triunfo con una actitud conservadora. Sin embargo, es al menos dudoso que sea aconsejable mantener dicha táctica una vez en el poder. A veces, Piñera tiene tendencia a olvidar que ser candidato no es lo mismo que ser Presidente.

Todo esto se ha visto confirmado por la revelación de los montos gastados en estudios de opinión por el actual gobierno, datos que revelan una preocupante adicción. El Presidente podrá tratar de convencernos que la culpa es del terremoto (le hemos escuchado explicaciones más convincentes), pero la verdad es que sabemos que se trata de una cuestión bastante más profunda y que, además, envuelve una contradicción vital para su propio estilo. Por un lado, se nos repite incansablemente que el gobierno está instaurando una nueva manera de hacer las cosas. Y si ya no es muy seguro que un discurso de este tipo tenga la consistencia suficiente como para ser el eje de algo, la ecuación se complica cuando se agrega, por otro lado, la adicción a las encuestas. Es un hecho que al Presidente le cuesta un mundo tomar decisiones que no vayan en la línea de lo políticamente correcto, pero también es obvio que si quiere cumplir sus promesas tendrá que superar ese síndrome.

No pretendo negar que las encuestas proporcionen información relevante y, a veces, imprescindible. No obstante, en ningún caso pueden constituir una guía para la acción política, pues, en ese caso, ésta pierde la especificidad que le es propia, para terminar convirtiéndose en espectáculo. Así, puede llegar a darse la paradoja siguiente, que no dejó de atormentar a Tocqueville: elegimos a un gobernante, pero éste se niega a gobernar, limitándose a seguir los designios de los nuevos oráculos, que por cierto son tan inestables como volubles. Esto explica que, a pesar de las buenas intenciones, el gobierno no logre dar con un rumbo definido ni con un par de ideas centrales que le impriman coherencia a su acción: para eso se necesita más que mirar encuestas.

Desde luego, no creo que el oficialismo esté condenado a seguir este camino. Aún queda tiempo, y considerando que las próximas elecciones están a dos años, el gobierno debería hacer esfuerzos por abandonar lo antes posible este sedante de efectos secundarios más bien nocivos. Mañana quizás sea tarde y, de no haber un giro, no es imposible que el Presidente empiece a padecer el mismo mal que Sarkozy, cuyos síntomas más evidentes son la pérdida lenta pero inexorable de la credibilidad y, sobre todo, la imposibilidad total de sacar adelante una agenda política medianamente coherente.

Publicado en La Tercera el miércoles 6 de octubre de 2010

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