domingo, 24 de octubre de 2010

Dilemas de la libertad de expresión

HACE ALGUNOS años Nigel Wingrove, cineasta pornográfico, dirigió una cinta en la que Teresa de Avila era el personaje principal de uno de sus "relatos". El Reino Unido impidió su distribución, por blasfematoria, y el realizador acudió a la Corte Europea de derechos humanos. Esta justificó la prohibición, arguyendo que la libertad de expresión no incluye el derecho a profanar de ese modo algo que buena parte de los ciudadanos considera sacro. El caso es extremo, pero, por lo mismo, interesante: ¿estamos dispuestos a tolerar toda expresión que se pretenda artística sin fijarnos en su contenido?

Los recientes cargos que el CNTV realizó contra un programa de Chilevisión nos obligan a formular esta y otras preguntas. Una de ellas tiene que ver con el alcance de la libertad de expresión, derecho que para muchos es sagrado. Sin embargo, no es muy seguro que ella suponga algo así como un derecho a ofender gratuitamente: no es lo mismo criticar al Corán que quemarlo. Y si bien es obvio que el arte y el humor merecen un estatuto especial, pues juegan con la ambigüedad de los significados, ello no implica que debamos, necesariamente, aceptarlo todo. Hace algunos años muchos de los que hoy claman al cielo por la decisión del CNTV lograron interrumpir la campaña "humorística" de una radio nacional que estigmatizaba a un grupo social. ¿Por qué allí sí estuvimos dispuestos a poner un límite sin complicarnos tanto? Pocas cosas dañan más la libertad de expresión que la falta de coherencia. Dicho de otro modo, si acaso usted cree que se trata de un derecho absoluto, entonces debe defenderlo siempre, sobre todo si el contenido no le gusta.

En cualquier caso, no está de más recordar que toda sociedad impone límites. Estos límites pueden ser jurídicos, pero también sociológicos. El reino de lo políticamente correcto, ya lo decía Tocqueville, puede resultar tanto o más opresivo que la peor de las inquisiciones. No quiero decir con esto que la decisión del Consejo haya sido acertada: su argumentación no me parece muy sólida y ni siquiera he visto el programa. Pero ganaríamos bastante situando el dilema en un terreno donde sea posible la discusión racional, lejos de los dogmatismos. La libertad de expresión es un derecho que puede chocar con otros, y hacerse cargo de la colisión supone sopesar los distintos bienes en juego para intentar dar con la respuesta adecuada.

Dos observaciones finales. La primera guarda relación con el tipo de trato que deben recibir las religiones en el espacio público. Aquí deben ser bienvenidas todas las críticas racionales que, como apuntaba Ratzinger, prestan un gran servicio a los creyentes mismos; pero deberíamos ser más cuidadosos con la burla vacía y frívola que erosiona las bases del debate. La religión merece un respeto análogo al que merecen las razas y orientaciones sexuales. La segunda observación tiene que ver con la televisión: ¿debe el mercado tener siempre la última palabra en una cuestión cuyos efectos son de tal calado? ¿Es sensato que la TV esté menos regulada que, digamos, los duraznos en lata? Estas preguntas merecen, al menos, ser enunciadas. No es imposible que el viejo Popper haya tenido buenas razones para creer que la TV puede convertirse en un peligro para la democracia.

Publicado en La Tercera el miércoles 20 de octubre de 2010

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