miércoles, 3 de noviembre de 2010

Siempre estás diciendo que te vas

Es, sin duda, un político de primera clase. Pertenece a esa estirpe que, lejos de amilanarse por las dificultades, sabe sortearlas ganando en fuerza y en altura. Posee una rara capacidad (que muchos nos querríamos) de leer los momentos políticos, y se ha ganado el respeto de todos, porque cumple con la palabra empeñada y no se queda en pequeñeces (la DC y Ricardo Lagos pueden dar fe).

Es el gran forjador del crecimiento de la UDI, y por eso su liderazgo interno -más allá de los vaivenes- es indiscutido. Nadie convoca tanto como él porque, en rigor, encarna a la perfección, en lo mejor y en lo peor, el sentido de misión tan caro al gremialismo. En lo mejor, porque dota de sentido a la actividad política; en lo peor, porque a veces cuesta saber si las decisiones en la UDI se toman con criterios políticos o personales.

Quizás una de sus grandes virtudes es que está dispuesto a exponer su liderazgo poniendo en la mesa temas incómodos para su sector, y el último ejemplo es su propuesta de referendo por el mar para Bolivia. Aunque es evidente que la sugerencia deberá recorrer un larguísimo trecho antes de ver la luz (por de pronto no sólo es inconstitucional, sino que olvida que el principal escollo para resolver el problema boliviano no es chileno, sino peruano), tiene el mérito innegable de mover el tablero, descolocar a los interlocutores y obligarnos a pensar una cuestión que, tarde o temprano, tendremos que enfrentar. El hombre es así, provocador, sin complejos, seguro de sí mismo, inclasificable. Siempre con la mirada puesta en el horizonte -mientras sus colegas apenas alcanzan, no sin esfuerzos, a mirar sus propias narices-, logra dictar la agenda en lugar de estar sometido a ella.

Con todo, está incómodo con el gobierno de Piñera. No lo siente suyo y no le gusta el ejercicio personalista del poder. Es comprensible, porque el diseño piñerista deja un escaso margen de juego a los barones de la derecha. A pesar de sus deseos explícitos, no fue nombrado ministro y es el primero en saber que sus elevadas ambiciones son difícilmente alcanzables desde el Senado. Se nota que le falta la primera línea de fuego, que quiere más protagonismo y por eso usa y abusa de la primera persona singular. De algún modo, le frustra no recibir el debido reconocimiento ni de sus correligionarios ni del gobierno ni del país ni de nadie. Probablemente, eso explique su insistencia en cierto discurso quejumbroso y plañidero. Que la política no me gusta, que me quiero ir a navegar a los lagos del sur, que hay una carta secreta donde lo digo todo, nos dice, como si todo eso pudiera interesarnos y formar parte de la cosa pública.

La paradoja es extraña y consiste en lo siguiente: uno de nuestros políticos más adultos -por su responsabilidad y su sentido de Estado- es al mismo tiempo uno de los más adolescentes por sus constantes y aburridas crisis de identidad. Su tono raya a veces en la autoflagelación, como si quisiera convencernos que lleva años haciéndonos un favor. Sin embargo, los políticos en serio se guardan sus dudas existenciales, si acaso las tienen. Mientras no decida si lo suyo es comedia o algo distinto, Pablo Longueira no sólo será un estorbo para la derecha. También se irá convirtiendo, con el tiempo, en un memorable caso de despilfarro político, cada vez más difícil de tomar en serio.

Publicado en La Tercera el miércoles 3 de noviembre de 2010

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