miércoles, 24 de noviembre de 2010

La libertad del burgués

Luis Larraín, en El Post, ha defendido nuevamente la voluntariedad del voto. Si lo entendí bien, su argumentación puede resumirse del siguiente modo: la libertad individual es un valor demasiado sagrado como para limitarlo basándose en argumentos “utilitarios” (el más recurrente: la obligatoriedad genera una supuesta mejoría en la calidad de las políticas públicas). Por otro lado, nos dice, el voto obligatorio genera un público cautivo para los políticos, que no tendrían que hacer esfuerzos para convencernos de ir a votar.

La argumentación de Larraín parece sensata. En efecto, ¿cómo podríamos confiar en el voto de una persona que al mismo tiempo vota obligada?, ¿por qué tratarlo como adulto y como niño al mismo tiempo?, ¿no hay allí una contradicción demasiado evidente? La columna tiene, al menos, un mérito, que es el de insistir en el fondo del problema. En una discusión de esta naturaleza los argumentos decisivos no son de utilidad sino normativos. Es decir, no basta con mostrar los efectos positivos (o negativos) de ambas alternativas; el esfuerzo debe ir por el lado de determinar si acaso el voto debe ser obligatorio o voluntario. Los otros argumentos pueden ser muy importantes (y, de hecho, lo son) mas no definitivos. Se trata de una cuestión demasiado crucial como para decidirla en función de utilidades que, por lo demás, pueden ser variables.

Para Larraín, imponer la obligación de votar implica una insoportable limitación a la libertad individual. La libertad está entendida aquí como la mera ausencia de impedimentos externos: cualquier intromisión es indebida. Si quiero, voto; si no quiero, no voto, y no hay mucho más que discutir. No sé muy bien por qué, pero pese a lo tentador que suena este razonamiento (es música para los oídos: yo siempre puedo hacer lo que yo quiero), nunca ha podido convencerme del todo, en ninguna de sus versiones. Es un problema que ya explicaba Marx, en La cuestión judía, donde critica duramente esa concepción “negativa” de la libertad. Esos supuestos derechos, esa supuesta libertad, dice Marx, no son más que los derechos del hombre egoísta, del hombre separado del hombre, del hombre considerado como mónada aislada. Porque, seamos serios, ¿qué tremenda limitación de la libertad es ésa que nos obliga a ir votar cada dos o cuatro años?, ¿no nos impone la sociedad obligaciones mucho más pesadas en el día a día? Detrás de la visión de Larraín se esconde un individualismo exacerbado, que considera cualquier deber, por mínimo que sea, como una inaceptable limitación a la propia individualidad.

El detalle es que la libertad no es algo dado de modo espontáneo -por más que les pese a los contractualistas-, no es algo anterior a la sociedad. La libertad existe porque hay sociedad, es fruto de la comunidad. Lo que dio origen a la libertad fue la creación de la política, la creación de la polis. Por lo mismo, no es de extrañar que una condición mínima de existencia para la libertad sea la existencia de una comunidad política medianamente sana y robusta, donde la participación y el poder de decisión no sea el monopolio de unos pocos, de los mismos de siempre. Sin comunidad, la libertad no es más que una ilusión. En ese sentido, el voto obligatorio no tiene nada de delirante, y no debería tenerlo ni siquiera para un liberal, pues sin república no hay libertad.

Pero quizás voy muy lejos. Porque justamente el desacuerdo reside en las distintas concepciones de lo público: mientras para unos, el funcionamiento del mercado debe extenderse a todos los ámbitos posibles, otros creemos que lo público debe dibujarse con otros trazos, con otros colores. Dicho de otro modo, para algunos la decisión de votar o no votar es parecida a la decisión de ir al Líder o al Jumbo, mientras que para otros la política no debe replicar el funcionamiento del mercado, porque los bienes en juego son de orden distinto. Por mi parte, me inclino por pensar que reducir todos los ámbitos de la vida humana a la lógica del mercado supone un estrechamiento extremo de las posibilidades humanas. Además, la paradoja es que esa concepción de la libertad termina limitando la propia, vaciándola de contenido y de sustancia, reduciendo las opciones a Pepsi o Coca cola. Ésa es, Marx dixit, la pobre libertad del burgués.

Publicado en El Post el viernes 19 de noviembre de 2010-

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