martes, 28 de septiembre de 2010

La cuestión mapuche

EL PROBLEMA mapuche hunde sus raíces en nuestra historia de un modo tan profundo y tenaz, que nadie hace muchos esfuerzos por hacerse cargo de él. De alguna forma, nos excede a todos, pues toca inescrutables honduras de nuestra vida colectiva. No puede explicarse de otra manera que Edmundo Pérez Yoma pueda decir, sin arrugarse, que el problema mapuche no representa un fracaso de la Concertación pues, explica, se trata de "una deuda del Estado chileno", como si los gobiernos no estuvieran para resolver dificultades de ese calado.

Nos preocupamos sólo de los pequeños problemas, pero no de los importantes, podría haber dicho también el ex ministro, si hubiera querido parafrasear a Barros Luco. El panorama no es muy estimulante, considerando que las coaliciones que duran 20 años en el poder son más bien escasas en nuestra historia, por lo que no sería raro que en 100 años más estemos empantanados en el mismo lugar.

Durante dos decenios la Concertación aplicó dosis variables de populismo, entrega de tierras y discrecionalidad política, paseándose entre la negación del conflicto y el anuncio de diversos planes efectistas, pero poco efectivos. Como resultado, tuvimos derecho a un sistema clientelista que no parece haber contribuido a mejorar sustancialmente las cosas. En rigor, habría que decir que pese a su cercanía genética con el tema, la Concertación avanzó poco y nada, prefiriendo siempre el camino corto a las soluciones de largo plazo. Para peor, tampoco cabe esperar mucho más de la derecha, por una razón muy simple: nunca ha creído en la existencia de la dificultad. Para ella, la cuestión se reduce, en el mejor de los casos, a un problema tecnocrático y, en el peor, a un mero conflicto de seguridad pública.

La derecha chilena no ha desarrollado una reflexión sobre este tema, y la verdad es que no es un trabajo que se pueda improvisar en algunos días, pues aquí no hay atajos. El desafío consiste en crear sistemas de integración capaces de preservar la identidad mapuche, lo que no es fácil. Por cierto, el asunto tiene aun más aristas: los mapuches se enfrentan a un problema de representatividad y de definición. Al fin y al cabo, no sabemos quiénes pueden ser considerados mapuches ni cómo se dotan de organizaciones legítimas que eviten la manipulación por parte de minorías activas.

Por de pronto, el tema se está yendo de las manos, y en su constante improvisación el gobierno incluso se vio obligado a cambiar su doctrina respecto de la Iglesia: si hace pocas semanas los sacerdotes debían encerrarse en sus parroquias, hoy el oficialismo cruza los dedos para que la mediación eclesiástica tenga éxito. Y aunque el gobierno no parece dispuesto a negociar bajo presión, parece aun menos dispuesto a permitir un desenlace fatal, y en esa absurda prueba de fuerza los huelguistas parecen tener la mejor carta. Y si acaso las cosas se agravan, nos veremos enfrentados al difícil dilema de la alimentación forzada, donde la colusión de derechos es casi insoluble.

En cualquier caso, supongo que todos aquellos que defendieron con fervor la irrenunciabilidad del derecho a los feriados abogarán con el mismo fervor por la irrenunciabilidad del derecho a la vida. Digo, por un mínimo de coherencia.

Publicado en el diario La Tercera el miércoles 22 de septiembre de 2010

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿El ocaso del liberalismo?

Hace varios siglos tuvo lugar una de las aventuras intelectuales más admirables de la historia de la humanidad: el proyecto liberal. Fundarlo, definirlo y dotarlo de un cuerpo conceptual coherente fue un trabajo que exigió los esfuerzos de las mejores cabezas de la época, tarea que da frutos hasta hoy. En términos generales, el liberalismo se articula en torno a ciertas distinciones básicas: la separación entre Iglesia y Estado, entre la opinión y el poder, o entre lo público y lo privado. Pero, una de las distinciones centrales es aquella que separa los actos externos de los internos. Si seguimos la tradición liberal, es legítimo prohibir los primeros, mas nunca los segundos: la legislación sólo debe ocuparse de los actos externos, dejando los internos al libre arbitrio de cada cual.

Desde luego, los liberales se esforzaron en definir del modo más amplio posible los actos internos, pues así podría maximizarse el ámbito de autonomía individual. Así, Montesquieu podía afirmar en la Francia del siglo XVIII que la libertad de pensamiento no debía sufrir ninguna limitación; ni tampoco los escritos, pues son de muy difícil interpretación; ni las palabras, pues su sentido depende mucho del contexto. Darle a un juez el poder de condenar ese tipo de actos es fundar un posible poder arbitrario contra los individuos que, para Montesquieu, es la definición del despotismo. Por lo mismo, concluía con audacia, no deben ser perseguidos ni la herejía ni los crímenes de lesa majestad.

Años después, John Stuart Mill desarrolló estas ideas en su tratado On Liberty. Allí, el filósofo afirma que una sociedad liberal debe permitir una "libertad absoluta de opiniones y de sentimientos sobre todos los temas, prácticos o especulativos, científicos, morales o teológicos", y derivaba de allí también la libertad de publicar con amplitud: ambos derechos, sostenía, son indisociables. Incluso debemos aceptar las opiniones que consideramos erradas, pues en una sociedad liberal no hay jueces, no puede haberlos, capaces de definir quién está equivocado y quién en lo cierto.

Traigo a colación esta distinción liberal a propósito de la sugerencia de algunos senadores, que consiste en tipificar un nuevo delito: la incitación al odio racial. Esta idea ha surgido luego de que un grupúsculo nazi intentaran organizarse como partido político al mismo tiempo que ha cometido algunos atentados. Para evitar lo primero es que se pretende crear este nuevo delito (el artículo octavo habría servido, pero, ya sabemos, fue derogado), y así nos aseguraríamos de que los nazis nunca podrían entrar a competir en el sistema democrático.

El problema es viejo como el hilo negro, y Popper ya había intentado zanjarlo con su conocida paradoja de la tolerancia. Para Popper, una sociedad tolerante no debe tolerar a los intolerantes. Suena muy razonable, pero contiene una pequeña dificultad: la conclusión es incoherente con los principios que el mismo Popper estableció para una sociedad abierta. Y la razón es simple: alguien tiene que decidir en nuestro lugar qué tipo de ideas son tolerables. Y es justamente ese tipo de paternalismo, que es execrado por toda la tradición liberal, pues constituye una heteronomía. La cuestión es endiablada y no pretendo resolverla aquí. Sólo me interesa llamar la atención sobre el fenómeno: incluso las sociedades liberales sienten la necesidad, más tarde o más temprano, de negar sus propios principios, adoptando legislaciones que limitan la libertad de expresión. Es algo así como un punto ciego, un problema sin solución. La única diferencia es que mientras ayer se castigaba la herejía contra la religión, hoy se castigan las herejías contra la democracia o la igualdad.

Si acaso esto es cierto, el liberalismo supone un engaño de dimensiones colosales. Por un lado se nos quiere convencer que sólo las sociedades liberales aseguran a sus miembros la más absoluta libertad de expresión, mientras por otro se prohíben los atentados a una nueva ortodoxia que niega su condición. Es el reemplazo de una moral por otra, cuando se nos había prometido el fin de toda moralidad impuesta. Si antes era pecado ser herético, demócrata o masón, hoy lo es ser reaccionario, integrista o racista. En esta hipótesis, habría que admitir, como de algún modo sugería Strauss, que en el fondo toda sociedad vive de ciertos tabúes, y no hay que hacerse ilusiones con la sociedad liberal, que también tiene los suyos, por más que le cueste admitirlo.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 17 de septiembre de 2010

Enemigos íntimos

EL INCORDIO que protagonizaron Michelle Bachelet y Sebastián Piñera esta semana, a partir de una malograda invitación a la inauguración del Centro Cultural Gabriela Mistral, no debería calificar ni siquiera para bochorno. En muchos sentidos, se trata simplemente de una discusión tan infantil como inconducente, que los chilenos preferiríamos ahorrarnos: para resolver este tipo de problemas existen el teléfono y la correspondencia privada.

Sin embargo, al mismo tiempo el episodio deja entrever elementos interesantes. Al fin y al cabo, en política estas anécdotas suelen ser más decisivas e ilustradoras que los grandes discursos.

En primer término, está esa curiosa estrategia utilizada por Michelle Bachelet, que consiste en adoptar un tono quejumbroso cada vez que tiene una oportunidad. Si acaso pretende elevarse al rango de los estadistas, alguien tendría que decirle que así no lo va a lograr. En ese sentido, más allá de si la invitación llegó o no a sus manos en bandeja de oro o de cartón, la ex Presidenta debería entender que para hacer política en serio no se puede jugar eternamente el papel de víctima. Eso puede resultar un tiempo, quizás puede resultar por mucho tiempo, pero no puede resultar eternamente. Por lo demás, al dejar el poder su blindaje político perdió espesor y, en consecuencia, la repetición del mismo libreto difícilmente logre los mismos efectos. Dicho de otro modo, si Michelle Bachelet de verdad tiene ganas de liderar a la Concertación y encabezar el proceso de renovación que todos estamos esperando, tiene que arriesgar capital en otro tipo de temas, pues los desafíos que la Concertación enfrenta merecen una actitud de otro tenor. Hay que cambiar el registro y ponerlo en otro nivel.

En cualquier caso, la coalición opositora no lo hizo mucho mejor al suspender el diálogo con el Ejecutivo: creyendo defender a Bachelet, perdió credibilidad. No se pueden postergar acuerdos necesarios para el país a raíz de una discusión de jardín infantil.

Por otro lado, Sebastián Piñera se vuelve a enfrentar con su peor bestia negra: la popularidad de la ex Presidenta. El Mandatario sufre, sin duda, de ese desagradable síndrome que suele afectar al mejor alumno del curso: es respetado, pero no querido. Y dado que su carácter lo inclina a querer tenerlo todo a la vez, suele tropezar en su intento de jugar en una cancha en la que siempre va a perder, pues sus ventajas van por otro lado.

Más le valdría tomar en cuenta que él tampoco tiene nada que ganar en este tipo de incordios, que sólo pueden acentuar una comparación que lo desespera. Por más que cueste, Michelle Bachelet debe ser tratada con algodones y rosas. Es obvio que las ganas y el instinto dicen otra cosa, pero la sensibilidad de la ex Mandataria está en niveles elevados y, por tanto, todo puede ser usado en su contra.

Así, las cosas se juegan en una delgada línea donde el equilibrio es y seguirá siendo delicado. En la medida en que la oposición siga encerrada en sus propias contradicciones e incapaz de generar liderazgos relevantes, la figura de Michelle Bachelet no podrá sino ir adquiriendo más importancia de cara a las elecciones futuras. Por más que le pese, el gobierno debe aprender a convivir con esa realidad.

Publicado en La Tercera el miércoles 8 de septiembre de 2010

Los héroes no están fatigados

Un puñado de mineros, atrapados hace casi 20 días, canta el himno nacional a viva voz en su primer contacto de audio con el mundo exterior. Supongo que lo entonan emocionados, sollozando, como ya nadie siquiera piensa en hacerlo: son costumbres de otros tiempos. Un puñado de mineros provistos de una fe ciega y de una fortaleza que creíamos olvidada, con una valentía y una entereza que quiebran hasta al más duro, nos ha entregado una lección que no tenemos derecho a olvidar.

Desde luego, no faltan quienes no pueden dejar de pensar en pequeño: que si el Presidente ganó, si el ministro se consagró o si la oposición se debilitó. Se enredan en minucias y pierden lo esencial: estos mineros les quedan grandes, como de algún modo nos ocurre a todos. Porque ellos nos mostraron, de sopetón y sin anestesia, que hay un Chile profundo que no responde a las coordenadas habituales.

Basta leer la carta del minero Mario Gómez. Allá abajo no hay ni progresistas ni liberales ni conservadores, tampoco hay minutas sobre las que polemizar. No hay vanidades mediáticas ni redes sociales, ni ambiciones políticas, ni nada. Sólo oscuridad, silencio, hambre y sed. Y un grupo de hombres dispuesto a luchar por seguir viviendo, con sentido de la trascendencia. Allí hemos descubierto eso que Orwell llamaba la decencia ordinaria, que no es otra cosa que la práctica de ciertas virtudes por personas corrientes, cuestión que no siempre consideramos en toda su profundidad.

Esto último explica nuestra sorpresa, como si no pudiéramos creer que todavía queden compatriotas así, de ese calibre y de esa madera. Es sabido que las sociedades democráticas son poco dadas a creer en los héroes, y por eso nos cuesta aceptar que todavía pueda haberlos: hombres comunes que, puestos ante una prueba que aterraría a cualquiera, salen victoriosos. Por eso nos faltan las palabras para describir lo que ocurre: hemos abusado tanto de ellas durante tanto tiempo, que hoy, celosas, nos dan la espalda. Y así estamos, sorprendidos frente a la evidencia: muchas de nuestras discusiones y de nuestras preocupaciones son un poco frívolas. Descuidan ese aspecto esencial de la realidad que es la modesta particularidad de cada ser humano, para utilizar las palabras del escritor ruso Vassili Grossman, otro héroe olvidado.

No se trata de negar que el problema tenga una dimensión política. Pero incluso en este plano el caso rompe mitos. Porque es obvio que si el gobierno ganó es porque, esta vez, hubo un ministro (apoyado por el Presidente) capaz de tomar decisiones sin calculadora, que habló de frente y con la verdad: si algunos dudábamos de los gerentes, nobleza obliga a reconocer que difícilmente un político hubiera tenido el mismo comportamiento.

Esta historia también debería enseñarnos a tomar la discusión entre mercado y Estado de un modo menos maniqueo: la cuestión no pasa por el tamaño del Estado ni del mercado, sino por entender que un sistema que no respeta la dignidad de la persona no vale un céntimo. Por lo mismo, el mercado no puede ser el árbitro último, ni el Estado puede presentar tantas falencias. En cualquier caso, lo importante es aguzar bien el oído: debemos estar dispuestos a escuchar todas las lecciones. Aunque duela.

Publicado en La Tercera el miércoles 25 de agosto de 2010

Traducida al francés y publicada por Courrier International