viernes, 8 de abril de 2011

Francia en África

Cuando le tocaba enfrentar escenarios internos muy complicados, François Mitterrand se ceñía estrictamente al libreto previsto: dedicarse a las relaciones internacionales. Así, intentaba adquirir estatura, alejarse de la coyuntura y, quizás, buscaba también parecerse a quien fuera su gran adversario, el general De Gaulle. Nicolás Sarkozy atraviesa en estos momentos un momento político extremadamente delicado y, de hecho, ni siquiera tiene asegurado su paso a la segunda vuelta en las elecciones del 2012.

Es criticado con frecuencia por no saber encarnar la dignidad de su cargo, pues tiende a exponerse demasiado: Sarkozy está siempre en primera línea, y es innegable que eso no sólo le genera altos costos políticos, sino que también le impide tomar distancia, mirar de lejos. Un poco por todo esto, al presidente francés no le parece mala idea imitar a Mitterrand y tratar de recuperar protagonismo en la escena internacional: es una táctica que siempre paga. Así lo hizo en 2008, cuando ocupaba la presidencia de la Unión Europea y jugó un rol decisivo en la crisis que enfrentó a Rusia y Georgia, y así intenta hacerlo desde que ocupa la presidencia del G-20 y busca reformar el sistema financiero. Aunque hasta aquí las cosas no le han resultado demasiado bien, hay que reconocer que las últimas semanas le han brindado dos excelentes oportunidades para afirmar su presencia internacional, oportunidades que no demoró un segundo en tomar.

En un primer momento fue Libia, donde tras la inexplicable indiferencia de la Unión Europea por lo que pasaba al otro lado del Mediterráneo (indiferencia que prueba, una vez más, que dicha construcción supranacional puede ser bastante inútil para las cosas importantes), Sarkozy no dudó en asumir un liderazgo decidido, impulsar la intervención occidental y contribuir luego con los medios militares para concretarla.

El segundo caso se produjo hace pocos días, en medio del conflicto que vive Costa de Marfil, donde el presidente saliente Laurent Gbagbo se ha negado a reconocer el triunfo en las urnas de su contendor, Alassane Ouatarra. La situación estuvo paralizada durante meses, hasta que las fuerzas de Ouatarra comenzaron a imponerse. La guerra civil parecía inminente, pero la ONU, por iniciativa francesa, decidió intervenir para proteger a la población civil y forzar la salida de Gbagbo. Sin embargo, fueron los efectivos militares franceses quienes hicieron efectivo el cumplimiento de la resolución de la ONU.
Quizás no sea inútil recordar que Francia posee bases militares en Costa de Marfil, y en enero el mismo Sarkozy había descartado tajantemente cualquier posibilidad de intervención directa en los asuntos marfileños. La cuestión es especialmente sensible porque Francia ha mantenido durante decenios relaciones bastante promiscuas con Costa de Marfil (y con el mismo Gbagbo, y en verdad con todas sus antiguas colonias), y cualquier paso en falso puede revivir un sentimiento antifrancés que siempre está presente.

Pero el problema más amplio es que estas intervenciones, aunque justificadas desde el punto de vista humanitario, son altamente problemáticas. Es difícil determinar con precisión dónde termina la acción humanitaria y dónde empieza el neocolonialismo, si es que acaso no son lo mismo. Un ejemplo para ilustrar: en Costa de Marfil, los dos bandos han cometido crímenes gravísimos contra la población civil.

¿Por qué las fuerzas francesas e internacionales sólo protegen a los civiles en un solo sentido? Además, las intervenciones se realizan en países poco influyentes y contra líderes en retirada, pero una justicia que se aplica sólo a los más débiles se parece harto a la injusticia. Por otro lado, existe el riesgo de no encontrar un modo digno de retirarse, y el ejemplo de Libia (por no decir nada de Afganistán) parece encaminarse hacia allá: la situación está paralizada hace semanas, y la ambigüedad de la resolución de la ONU no permite hacer mucho más. Por último, no hay que olvidar que estas intervenciones suponen un costo elevadísimo, y no es seguro que las finanzas del Estado francés permitan seguirlo pagando por mucho tiempo (un solo ejemplo: en Libia, Francia ha lanzado once misiles Scalp, y cada uno de ellos vale un millón y medio de euros). Aunque es cierto que para Sarkozy nada de esto debe ser muy importante, son preguntas que cabría formular con mayor detención: el mundo actual entra en un período acelerado de cambios, que exige algo más que un puro activismo desprovisto de toda reflexión.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 8 de abril de 2011

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