jueves, 5 de noviembre de 2009

El contador de cuentos

Aludiendo a François Mitterrand, Ricardo Lagos nos dejó en claro, una vez más, que lo suyo no son los problemas de modestia: "Soy el último presidente de Francia, después de mí habrá sólo contadores", dijo en alguna ocasión el ex mandatario francés. Lagos se aplicó la frase a sí mismo, descalificando así de un modo profético a todos sus sucesores vivos y por nacer. Aprovechó de criticar duramente al gobierno de Michelle Bachelet, afirmando que si sus proyectos estrellas fracasaron, es porque la administración actual no tuvo la visión necesaria para darles continuidad.

Estamos entonces notificados: con Lagos se acabó la verdadera Historia de Chile, así, con mayúsculas. Más allá de los delirios de grandeza, la cuestión es interesante porque nos permite volver sobre una de las figuras tutelares de nuestra historia reciente.

El primer aspecto llamativo de sus declaraciones es su nula capacidad de autocrítica. Lagos no reconoce errores ni faltas: en su óptica, las culpas siempre son de otros o del empedrado. Da la impresión que nunca nadie le enseñó algo tan sencillo como evidente: no hay nada de malo en reconocer las equivocaciones. Por otro lado, salta a la vista la extrema facilidad con la que Lagos lanza sus dardos contra Bachelet, responsabilizándola en el fondo de la falta de continuidad de su obra En una entrevista relativamente corta, Ricardo Lagos es capaz de dirigir más críticas al gobierno de Bachelet que varios políticos de oposición juntos.

Pero quedarse en esas cosas sería quedarse, como él mismo diría, en peccata minuta, y perder de vista lo central. Lagos, en el fondo, está jugando otro partido en otra categoría. Por eso descalifica a todos sus sucesores. Lagos está luchando con la historia, y si en ese combate tiene que criticar a Bachelet o las cúpulas partidistas o a quien sea, la verdad es que bien poco le importa. La sola idea de pensar que los libros de historia no reconocerán su legado como él cree merecerlo le es completamente insoportable. Su defensa no es una defensa política en sentido estricto: su defensa es de orden histórico. Lagos intenta, aunque sea a los codazos, entrar a lo grande al reducido panteón nacional.

No tengo la menor idea de si acaso Lagos tendrá o no éxito en su empresa. Sólo se me ocurre decir que se trata de una lucha un tanto vana, pues es imposible controlar el futuro. Además, al fin y al cabo la historia también se escribe de muchas maneras, y abundan las posteridades mal escritas y falseadas: el mismo Mitterrand, que tanto inspiró y sigue inspirando a Lagos, es un caso paradigmático.

Con todo, lo de Lagos no es tan descabellado. Los atributos del personaje son innegables. Ya se quisiera cualquiera de nuestros políticos contar con su habilidad retórica, o con su extraordinaria capacidad para concebir relatos, o con su admirable sentido narrativo de la historia. Y nada de esto es casual: Lagos ha leído, ha estudiado y ha pensado, y es sin duda lamentable que haya escrito tan poco. En muchos sentidos, Lagos no deja de tener algo de razón al mirar con desdén a una clase política incapaz de mirar mucho más allá de sus propias narices.

Ahora bien, un estadista no se mide sólo por lo que leyó o porque lo pensó: Lagos no será juzgado en cuanto intelectual. La pregunta no es cuán inteligente es, pero si acaso logró encarnar y poner en práctica una determinada visión de país con proyección en el tiempo y reconocida por todos los sectores. Y en ese plano la pista se pone más difícil. Porque esto implica cosas que van más allá de la retórica y del relato. Por lo pronto, el Lagos Presidente olvidó completamente que el diablo está en los detalles y que es imposible alcanzar objetivos importantes si no se presta atención a las cosas que parecen pequeñas. Así, gran parte del legado de Lagos se parece demasiado a una imponente fachada detrás de la cual hay poco, o en cualquier caso mucho menos que lo que aparenta.

Lagos olvidó que la gran oratoria y la gran narración sólo cobran sentido si se inscriben en una acción efectiva al servicio del país y de las personas. Sus contradicciones en este plano son tan evidentes como irritantes, y ni siquiera dan para mucho comentario. Sostiene que si los trenes tienen problemas en Chile es porque Michelle Bachelet invirtió poco, pero olvida que la gestión de EFE bajo su gobierno fue impresentable; afirma sin inmutarse que el puente del Chacao estaba financiado, pero omite señalar que las previsiones de tráfico tenían más que ver con literatura fantástica que con evaluación de proyectos; y continua aseverando que el problema de Transantiago fue sólo de implementación, cuando ya nadie duda que los errores de planificación fueron groseros. La guinda de la torta es su alusión a Valparaíso y a su supuesto afán por devolver el mar a sus habitantes: pero evita decir que fue precisamente bajo su mandato que comenzó a perpetrarse la destrucción deliberada y consciente del anfiteatro porteño con la construcción de enormes edificios en los lugares más insólitos, con el silencio cómplice de casi toda la clase política regional y nacional.

No quiero negar que su gobierno no haya tenido méritos, porque los tuvo. En el plano internacional, por ejemplo, tuvo aciertos notables, y en salud hubo avances de importancia. Pero ocurre que Lagos Escobar, en su afán por elevarse a las alturas de la metahistoria, termina escondiendo hasta las cosas buenas de su mandato. Sus indiscutibles talentos parecen estar al servicio de su propia figura más que del país: eso quizás explica su desprecio por la hojarasca. No fue capaz de utilizar el enorme liderazgo del que dispuso ni para renovar la Concertación ni para limpiar el aparato público de los operadores políticos, pues no estuvo dispuesto a pagar costos muy elevados. En el plano institucional, sus propios correligionarios quieren derogar la "Constitución de Lagos", la misma que él firmó diciendo que representaba la estabilidad futura de nuestro país.

Al final, Lagos y su gobierno son mucho más humanos de lo que él está dispuesto a admitir, y desde ese punto de vista deberíamos juzgarlo. En la suma y resta, Lagos no fue ni mucho mejor ni mucho peor que los otros presidentes. A veces pareciera que él mismo fuera el único hipnotizado por su retórica, el único que cree a pie juntillas que su legado sigue intacto.

Aunque también es cierto que, al escucharlo, uno mismo duda: ¿y si tuviera razón?, ¿y si fuera efectivamente el último verdadero presidente de Chile, capaz de convocar, capaz de narrar? Pero las dudas se disipan como el humo si recordamos un hecho tan simple como decidor: falto de tropas, él mismo ha tenido que bajar a terreno y asumir su defensa. El laguismo parece hoy reducido a Lagos Weber: se han visto dinastías políticas más gloriosas. Si Lagos soñaba con reconocimientos unánimes y con un segundo mandato, ha terminado en la ingrata posición de tener que dar incómodas e interminables explicaciones. No suele ser ése el destino de los estadistas.

Publicado en El Mostrador el 5 de noviembre de 2009

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