lunes, 12 de julio de 2010

La señora Fifa

El estrepitoso fracaso de Francia en el Mundial de Fútbol tardó poco en convertirse en tema de Estado. La Asamblea Nacional citó al entrenador y al presidente de la federación, mientras que el gobierno lanzó la idea de convocar a unos "estados generales del fútbol". Hasta aquí, nada raro en un país acostumbrado hace siglos a resolver sus problemas a través del poder público, tanto para lo mejor como para lo peor. Sin embargo, estas iniciativas no cayeron muy bien en la FIFA. En efecto, Joseph Blatter advirtió rápidamente que, de acuerdo con los estatutos, este organismo no permitiría ninguna injerencia política en el fútbol, so riesgo de desafiliar a la federación francesa. La amenaza fue proferida de un modo particularmente severo, sin dejar lugar a ningún matiz.

Es obvio que la acción estatal no es el mejor remedio para los problemas que aquejan al fútbol francés. Además, Francia tiene en estos días prioridades un poco más urgentes que averiguar qué le dijo tal jugador al entrenador o quién lideró la huelga del plantel. Empero, me interesa detenerme en otra cuestión, que es esta suerte de chantaje constante que ejerce la FIFA para defender su propia parcela de poder. Supongo que uno tiene, al menos, el derecho a preguntarse en virtud de qué principio una actividad de la relevancia pública y económica del fútbol tendría que sustraerse completamente de la acción pública. Es, cuando menos, un atentado a la independencia.

Si hacemos un poco de memoria, recordaremos que hace no tanto tiempo las amenazas de la FIFA también cayeron sobre nuestro país. En noviembre de 2009, un club recurrió a los tribunales por considerar que sus derechos no habían sido respetados, como se hace en cualquier país civilizado, y las bravatas intimidatorias provenientes de la FIFA llegaron con la velocidad del rayo: los asuntos del fútbol los resuelve el fútbol, se dijo, como si los asuntos del fútbol no fueran al mismo tiempo asuntos públicos. Imaginemos qué ocurriría si el jefe de alguna iglesia, o de cualquier otra organización realizara algo semejante: impedir que sus miembros recurran a los tribunales ordinarios, so pena de expulsión. O impedir que eso que Blatter llama despectivamente "la política", que no es otra cosa que el legítimo ejercicio de la soberanía, regule aquellas áreas de la vida social que le parece necesario regular. A no dudarlo, el escándalo sería mayúsculo. Sin embargo, si es Blatter quien lo dice, a nadie parece importarle mucho. De hecho, la ministra francesa de Deportes salió rápidamente a retractarse de sus dichos: al Estado francés le faltó poco para pedir disculpas.

La cuestión también es interesante porque es síntoma de otros fenómenos. En nuestra época, esa que algunos llaman el fin de la historia, el fútbol es uno de los últimos vehículos de expresión de las identidades y los sentimientos nacionales. Sin embargo, exige un precio elevado para jugar ese papel: renunciar a la soberanía, aceptando la exclusión del fútbol de la acción pública. La paradoja es tan decidora como profunda, y cabe preguntarse si vale la pena pagar tan alto precio.

Publicado en Revista Qué Pasa el viernes 2 de julio de 2010

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