viernes, 25 de febrero de 2011

¿El último disidente?

En la fauna política francesa de los últimos cincuenta años, Jean Pierre Chevènement es sin duda un fenómeno singular.

Comprometido desde muy joven con la izquierda, se unió a François Mitterrand a fines de los años ’60, y su apoyo fue vital para que el líder socialista pudiera tomar el control del partido. Más tarde, Chevènement sería el encargado de elaborar el programa presidencial que, en 1981, llevaría a la izquierda a la presidencia por primera vez en la historia de la quinta república. Mitterrand lo nombró ministro, pero renunció en 1983 tras el giro liberal que tomó la administración socialista; actitud que se repetiría en otras dos ocasiones: en 1991 renunció al Ministerio de Defensa por el apoyo francés a la guerra de Irak, y en 2000 volvería a hacer la gracia al retirarse del gobierno dirigido por Lionel Jospin por sus desacuerdos en torno al estatuto de Córcega.

Pero su trayectoria no acaba allí: el 2002 fue candidato presidencial y el 5% que obtuvo bastó para que Jospin -que tenía la presidencia en el bolsillo- no pudiera pasar a la segunda vuelta, que se terminó jugando entre Chirac y Le Pen. Por cierto, la derrota socialista de ese año no fue culpa exclusiva de Chevènement, pero éste se convirtió en el chivo expiatorio perfecto de un sector que siempre ha tenido dificultades con la lógica presidencial. Como si esto fuera poco, ha sido, desde un principio, un ferviente opositor a la construcción europea, al menos en la manera en que ésta se ha edificado. Por lo mismo, llamó a votar “No” tanto en 1992 (tratado de Maastricht) como en 2005 (tratado constitucional europeo), lo que le ha valido cierto desprecio de las élites pro-federalistas.

Todo esto habla de un carácter bien complicado, pero también de cierta coherencia fundada en convicciones profundas que van dando sentido a una historia política que no deja de tener atractivo. Chevènement ha sido un disidente del camino que ha tomado Francia en los últimos decenios, pero hay que reconocer que su disidencia ha sido siempre inteligente y bien fundada.

En su último libro, publicado hace algunas semanas, Chevènement relata la historia de su disidencia y de sus desacuerdos. El texto lleva por título La France est-elle finie? (algo así como ¿Se acabó Francia?) y es estimulante por muchos motivos. Uno de ellos es que permite repasar, desde una perspectiva crítica, la historia política reciente del país galo. Quizás la parte más interesante sea su propia relación con Mitterrand y su legado: el autor le guarda cariño, afecto e incluso admiración, pero su conclusión es bien lapidaria respecto del ex mandatario. Quizás no sea inútil recordar que Mitterrand alcanzó al poder con un discurso muy marcado hacia la izquierda que intentó aplicar en sus dos primeros años de gobierno. Sin embargo, en 1983 las circunstancias ¿lo obligaron? a dar un giro radical, y Mitterrand terminó asumiendo, un poco sin quererlo, las premisas del capitalismo y del libre mercado que durante años había combatido.

Sí, 1983 es para Chevènement el momento en que Francia se jugó (mal) su destino. Ese año Mitterrand no sólo da un giro liberal, sino que también marca su acercamiento con el canciller Kohl, que está en el origen de la actual comunidad europea. Mitterrand, según el autor, traicionó los valores de la izquierda para obtener a cambio una Europa liberal. Según él, Europa se ha construido desde paradigmas liberales y monetaristas. Esto último ha sido un perfecto negocio para los alemanes pero uno pésimo para los franceses, y allí estaría el origen de la decadencia gala. A partir de allí, el texto se lanza en una fina reflexión sobre lo que Chevènement llama la “apuesta pascaliana” de Mitterrand: la apuesta de fe por la construcción europea, por superar y dejar atrás las realidades nacionales, para entrar en una era de nuevas formas políticas. En otras palabras, Mitterrand abandonó la izquierda para lanzarse en la aventura europea, aventura lejana de los ideales socialistas. Chevènement cree en la idea nacional, y por eso es un convencido de que nada sólido puede construirse sin la consideración nacional (como se hizo recientemente con el tratado de Lisboa).

Es obvio que Chevènement peca de cierto idealismo, de cierta distancia con la realidad política e internacional que imponen, nos guste o no, orientaciones determinadas. Pero su rebeldía es bienvenida y saludable porque permite cuestionarse sobre los dogmas dominantes más firmemente asentados, esos que (casi) nadie cuestiona, con la única excepción de los extremos políticos (que lo hacen siempre con histeria y populismo). Por de pronto, habrá que ver si Chevènement se anima a presentarse de nuevo en las presidenciales del 2012. Podría, una vez más, arruinarle la tarde a más de alguno.

Publicado en El Post el viernes 11 de febrero de 2011

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