viernes, 11 de marzo de 2011

¿Delito de opinión?

“La mayoría de los traficantes son negros o árabes. Es así, es un hecho”. Esta breve frase fue pronunciada hace algunos meses en un programa de la televisión francesa. Su autor, Eric Zemmour, es un escritor y polemista que participa activamente en las discusiones públicas.

Lo menos que puede decirse de sus opiniones es que no suelen concordar con lo políticamente correcto, por decirlo de un modo suave. La frase encendió una rápida polémica, y recibió el repudio inmediato de muchas ONG anti-discriminación. Éstas, de hecho, no dudaron en querellarse, y Zemmour fue obligado a responder por sus dichos en tribunales. Hace algunos días, la justicia dictó sentencia: Zemmour fue declarado culpable del delito de “incitación a la discriminación racial”, aunque declarado inocente del delito de difamación.

El caso es interesante porque ilustra bien cierto tipo de problemas a los que se enfrentan las sociedades contemporáneas. Es obvio que los dichos de Zemmour fueron violentos y provocadores, además de ser pronunciados sin anestesia alguna. Así las cosas, la polémica que se siguió es completamente natural en una sociedad hipersensibilizada con la cuestión del racismo y que, además, no sabe muy bien cómo enfrentar a una extrema derecha que adquiere cada día más fuerza.

Sin embargo, es dudoso que la vía judicial sea la más adecuada para resolver este tipo de problemas, y esto por varias razones. Por un lado, los jueces se ven obligados a zanjar discusiones públicas complejas y establecer verdades judiciales en asuntos donde es muy difícil dar con una respuesta unívoca. Por otro lado, la vía jurídica termina acallando -con una condena penal- la verdadera discusión, que es lo único que debiera importar. La pregunta por la legitimidad termina eludiendo el debate de fondo. De hecho, al rechazar la acusación de difamación, el tribunal admitió la posibilidad de que la aseveración fuera verídica. La condena supone entonces que hay cosas que, aunque ciertas, no deben ser dichas públicamente.

En rigor, me temo que aquí tenemos el regreso -en gloria y majestad- del delito de opinión, que es justamente el delito que los más grandes teóricos del liberalismo se esforzaron en erradicar. La libertad de expresión, decía John Stuart Mill, debe ser lo más amplia posible, porque incluso los errores contribuyen al progreso intelectual. Convertir en delito la expresión de ideas que no nos gustan o que no nos acomodan, representa una curiosa vuelta atrás en la historia de Occidente, que equivale a olvidar que las libertades de las que gozamos son fruto de un largo recorrido. Por cierto, ya no se trata de penalizar la blasfemia, ni los delitos de lesa majestad, pero poco a poco se va imponiendo una nueva verdad revelada frente a la cual deben callar los que disienten. El historiador Alain Besançon sugería hace algún tiempo que el imperio de lo políticamente correcto está en vías de transformarse en una nueva religión universal, con las limitaciones de todo orden que éstas imponen. ¿Será acaso el destino de la modernidad el de negarse a sí misma?

Y no se trata aquí de encontrarle más o menos razón a Zemmour, pues para el caso da igual; se trata más bien de recordar la célebre máxima de Voltaire. La defensa de la libertad de expresión sólo tiene valor cuando no nos gusta lo que escuchamos. Dicho de otro modo, hay que tener el valor de rebatir con ideas más que blandiendo el código penal. Por lo demás, la frase que dio origen a la polémica no buscaba tanto opinar sobre la realidad como constatar un hecho. El hecho es, por cierto, discutible (y, dicho sea de paso, imposible de verificar, pues en Francia están prohibidas las “estadísticas étnicas”), pero silenciar este tipo de cuestiones en sede judicial es quizás la mejor manera de convertirse en avestruces. Y los avestruces, hasta donde sé, nunca han mostrado mucho aprecio por la libertad de expresión.

Publicado en El Post el viernes 11 de marzo de 2011

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