viernes, 11 de marzo de 2011

Un año en la Moneda

A LA HORA de elegir un modelo en nuestra historia política, el Presidente Piñera no dudó: Patricio Aylwin. Queremos, dijo, encabezar un gobierno de unidad nacional tan exitoso como el de don Patricio; queremos, siguió, liderar una transición tan exitosa como la de principios de los 90. La idea era simple: pedir prestada una épica difícil de obtener por los propios medios, y para eso qué mejor que recurrir al pasado. Es cierto que la comparación peca por lo gruesa, pero qué diablos, a nadie le importan mucho las sutilezas. Sin embargo, es obvio que los escenarios de 1990 y 2010 no pueden ponerse en el mismo plano: allá la democracia era frágil, acá estaba consolidada; allá se trataba de cicatrizar heridas profundas y de cerrar el ciclo más trágico de nuestra historia; acá los desafíos eran más prosaicos.

Todo esto daría un poco lo mismo: al fin y al cabo, Piñera no es el primero ni el último en invocar la historia para hacer política. Lo grave es que, a ratos, pareció creer que ese paralelo podía guiarlo efectivamente. Es preocupante, por ejemplo, su insistencia en el concepto de unidad nacional, pues sugiere que toda divergencia con el gobierno constituye un atentado a la manida unidad. Olvida así que la democracia no se define por la búsqueda de unidad a cualquier precio, sino por la confrontación organizada de fuerzas: por eso Maquiavelo podía decir que la armonía no es precisamente signo de vitalidad social.

La comparación con Aylwin, sumada a la reivindicación constante del legado de la Concertación y a la puesta en práctica de ideas ajenas al imaginario conceptual de la derecha han sido, a lo mejor, hábiles jugadas políticas, pero han tenido el costo de ir desdibujando a un gobierno que parece carecer de coordenadas que vayan más allá de la retórica empalagosa. Es indudable que el gobierno ha tenido aciertos valiosos, y que las reformas prometidas para este 2011 son muy significativas. Tampoco puede negarse que Piñera encarna una energía que nos hacía falta, pero todo esto puede transformarse en algo pasajero si el oficialismo no logra inscribir su acción en un discurso más o menos coherente. Por eso la acción del gobierno parece errática y episódica: no habiendo líneas directrices identificables, cada decisión se va improvisando según los humores del momento. Eso explica también, al menos en parte, el acelerado proceso de infantilización que padecen los partidos de la Coalición: no habiendo proyecto al que sumarse, cada cual afila sus cuchillos.

Hasta ahora, el gobierno de Piñera tiene más de anécdota ligada a su propia personalidad que de verdadero proyecto colectivo. Alguien podrá decir que no es mal signo, pero es sintomático que la mayoría de las discusiones del último año hayan estado ligadas a la personalidad del Presidente. Este parece no haber aprendido la lección más importante de Aylwin: las cualidades personales deben estar al servicio de un proyecto, y aquí la tendencia es inversa, lo que termina ocultando las cosas buenas del gobierno. ¿Irrenunciables trazos del carácter, pura y simple testarudez, trayectoria? No tengo la respuesta. Sólo sé que, si el Presidente quiere ser recordado como algo más que un buen administrador, debe abrirse a una ambición más elaborada que la que hemos visto este año.

Publicado en La Tercera el miércoles 9 de marzo de 2011

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