domingo, 1 de abril de 2012

Insuficiencias de un acuerdo

EL ACUERDO entre la Democracia Cristiana y Renovación Nacional tiene, al menos, dos virtudes. La primera es la valentía: hay un esfuerzo por dar con una propuesta común a dos partidos que llevan decenios en veredas opuestas, y eso sugiere que quizá el país pueda empezar a superar, de una buena vez, la cartografía política heredada del plebiscito de 1988. Puede que falten años de maduración, pero Larraín y Walker tienen el mérito de mover un tablero gastado.

La segunda virtud tiene que ver con la capacidad de poner en la mesa un problema decisivo que, guste o no, habrá que enfrentar en algún momento. La UDI podrá quejarse porque la propuesta se acordó a sus espaldas, pero ya enseñaba Maquiavelo que el sigilo es indispensable cuando se busca producir un efecto político, y vaya si Jaime Guzmán sabía de eso. El Ejecutivo también podrá quejarse por no haber sido informado, pero no es culpa de Larraín y Walker si este (no-) gobierno es incapaz de controlar su propia agenda y prioridades: los espacios vacíos simplemente tienden a llenarse.

Ahora bien, y en lo que atañe al fondo, el documento presenta varias grietas. Por un lado, propone pasar a un régimen semipresidencial inspirado en el modelo francés. Sin embargo, este último es un híbrido más que un modelo, un híbrido que se explica por circunstancias históricas muy singulares -y que, además, se ha desdibujado con el tiempo. En 1958, luego de la crisis terminal de la Cuarta República, De Gaulle asumió el poder para darle a Francia una nueva institucionalidad. Los parlamentarios de la época, hostiles al héroe de la liberación, le impusieron una condición para intentar limitar sus poderes: la nueva Constitución debía incluir la responsabilidad del gobierno frente al Parlamento. De Gaulle, más hábil que sus detractores, eludió la condición instaurando un régimen parlamentario en el papel, pero con una fuerte impronta presidencial en la práctica. En el fondo, la Quinta República francesa es un traje a la medida de su fundador, en lo mejor y en lo peor, y no se entiende bien por qué deberíamos imitarla: ¿Quién sería nuestro De Gaulle?

Por lo demás, basta observar con un mínimo de atención la vida política francesa para percatarse de que el presidencialismo francés tiene bien poco de "semi": Nicolas Sarkozy encarna a la perfección la figura del monarca republicano que ejerce el poder sin grandes contrapesos. La excepción, claro, es la cohabitación, pero ésta no es una panacea: convierte la cima del Estado en duelo personal entre dos rivales, confunde las competencias y diluye las responsabilidades.

Pero la propuesta se pierde definitivamente cuando sugiere reemplazar el actual sistema electoral por un proporcional corregido (¿y qué sería entonces el binominal?). Porque si se quiere avanzar hacia un régimen (más) parlamentario, entonces deberíamos ir en la dirección exactamente contraria, hacia un sistema uninominal, capaz de generar disciplina allí donde abunda el discolaje. Los sistemas políticos deben pensarse en su conjunto, y aquí la propuesta peca, cuando menos, de falta de coherencia interna. En ese sentido, puede decirse que el acuerdo vale mucho más por el gesto implícito que por su contenido: aunque no es un mal comienzo, queda mucho trabajo por hacer.

Publicado en La Tercera el miércoles 25 de enero de 2012

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