lunes, 15 de octubre de 2012

Aylwin, Allende y la Concertación


“ALLENDE terminó demostrando que no fue un buen político, porque si hubiera sido buen político no habría pasado lo que pasó”. Con esa frase, Patricio Aylwin logró reabrir el viejo debate sobre las responsabilidades de la crisis institucional que vivió Chile en 1973. Y aunque el juicio podrá indignar a los infatigables sacristanes de la memoria, la verdad es que no tiene nada para sorprender. De hecho, sus afirmaciones son hasta un poco inocentes: ¿Cómo negar que Salvador Allende tuvo alguna responsabilidad en lo ocurrido mientras era presidente?

Ya Lenin enseñaba que los procesos revolucionarios deben conducirse con máxima responsabilidad y manteniendo a raya el infantilismo propio del extremismo: la revolución debe cuidarse tanto de su izquierda como de su derecha. Allende nunca entendió la radicalidad de ese dilema, y allí reside toda su tragedia que fue también la de Chile. El líder socialista mantuvo siempre una deliberada ambigüedad para con los grupos más incendiarios, como si nunca hubiera sabido qué tipo humano quería encarnar: el político tradicional y reformador de una democracia burguesa o el revolucionario latinoamericano que alimenta hasta hoy los clichés europeos.

Esta tensión nunca se zanjó y es visible incluso en los últimos minutos de su vida, mientras apelaba, fusil en mano, a los valores democráticos. Digamos que Allende tenía una excesiva confianza en sus dotes políticas para salir del atolladero -su famosa “muñeca”, cuya habilidad Aylwin reconoce-, pero cometió un error craso: las virtudes de un viejo negociador parlamentario son perfectamente inútiles en períodos revolucionarios.

Allende no advirtió cambios muy profundos que venían incubándose en su propio partido ni percibió las lógicas que se desarrollaron en su propio gobierno. Maquiavelo se quejaba de la incapacidad de los políticos para cambiar con los tiempos, y en Allende había algo de eso, algo así como una rara incomprensión respecto del proceso que él mismo encabezaba. Y es imposible conducir correctamente aquello que no se entiende. Es cierto que hubo factores externos que le complicaron la tarea, pero hay que ser marxista de macetero muy pequeño para ignorar que toda acción conlleva necesariamente una reacción.

Ahora bien, todo esto no tendría más interés que el de un legítimo debate histórico si no fuera por la excéntrica reacción del Partido Socialista que no acepta que Patricio Aylwin diga lo que piensa. Esa intolerancia a la divergencia es bien sintomática del estado terminal de la alianza entre el PS y la DC. En el origen mismo de la Concertación hay un pacto histórico entre el centro y la izquierda, pacto que no supuso nunca la negación de las profundas diferencias que ambos sectores tuvieron en los años 70. Se trataba más bien de pensar en algo común a partir de esas diferencias y la Concertación fue tan exitosa justamente porque supo alimentarse de esa dialéctica indispensable en la construcción de una mayoría política.

Si los socialistas se irritan tanto por las palabras anodinas de Aylwin, es justamente porque el matrimonio ya no resiste ni siquiera la explicitación de las diferencias. Cuando el futuro deja de ser un proyecto común, entonces es indispensable aferrarse al pasado: es inútil, pero es humano.

Publicado en La Tercera el miércoles 30 de mayo de 2012

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