lunes, 15 de octubre de 2012

La hora de los políticos


PUEDE decirse que la importancia adquirida por las encuestas es un signo inequívoco de la crisis que atraviesa la representación política. El vínculo entre representantes y representados se ha distendido de tal modo que pocos todavía tienen el coraje de enfrentar el mundo directamente, sin pasar antes por el nuevo Delfos.

Aunque las encuestas son un instrumento legítimo, conviene tomarlas con moderación: el mundo no cabe en un sondeo ni puede reducirse a un par de números. Las encuestas tienen tendencia a convertir la realidad en un pálido reflejo de sí mismas, pues configuran la realidad al mismo tiempo que la van desfigurando. Nada de raro entonces que nuestro espacio público pierda espesor, y se aparente cada día más a un pobre espectáculo de imágenes, sonrisas y máscaras gastadas.

Cuesta explicar de otro modo que los dos nombres que lideran, y por lejos, los sondeos presidenciales sean una completa incógnita. Ninguno de ellos ha pronunciado una sola palabra que nos permita hacernos una idea del Chile que quieren. Es cierto que Michelle Bachelet fue presidenta, pero en rigor eso no hace más que agravar su caso. Moró cuatro años en Palacio, pero nadie sabe qué país quiere construir, ni cómo piensa enfrentar los desafíos de la globalización, ni su sentir sobre el nuevo Chile, ni nada. Ni hablar de asumir responsabilidades por lo que hizo mientras estuvo en el poder. Las contorsiones de los dirigentes concertacionistas por allanarle el camino no logran esconder lo obvio: Bachelet es una tabla de salvación que los hundirá todavía más, justamente en razón de su carácter ilusorio. Y no deja de ser triste que la izquierda, que produjo para Chile un Pedro Aguirre Cerda y un Ricardo Lagos, no pueda ofrecernos nada más que una (repetida) tarjeta Village. La tradición política que mayor densidad republicana reivindica no tiene más argumentos que una encuesta, ni más propuestas que una servil sumisión a la moda.

Por su parte, el oficialismo corre el serio riesgo de cometer un error simétrico con Laurence Golborne. No se trata de descalificarlo a priori por haber liderado el rescate de los mineros ni por su escasa experiencia política, pero sí de exigirle un mínimo discursivo. El mismo Golborne debiera entender, si no quiere tropezar con las mismas piedras, que una presidencia no se improvisa, porque el país necesita algo más que espíritu deportivo y buena voluntad. Las ideas de Golborne, si es que la hay, siguen siendo un misterio insondable.

Como puede apreciarse, el cuadro es poco alentador. En efecto, ¿qué puede esperarse de candidatos que no hablan, que no piensan, que no se asumen? ¿Qué hace un candidato que no propone, que no arriesga, que no dibuja siquiera un atisbo de proyecto? Llegados a este punto, uno puede preguntarse si no habrá llegado el momento de rehabilitar a los políticos de verdad: los Escalona, los Allamand, los Insulza y los Longueira. Son aquellos que no llegarían a La Moneda a aprender ni a improvisar, porque conocen bien su oficio. Son aquellos que saben construir acuerdos y conocen a sus interlocutores. Son aquellos cuya acción política se inscribe en una tradición y trayectoria. La dificultad estriba en que ellos mismos parecen ceder a la nueva lógica. Y se equivocan porque, aunque suene descabellado, el país los necesita.

Publicado en La Tercera el miércoles 16 de mayo de 2012

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