lunes, 15 de octubre de 2012

El museo de la discordia


EL MUSEO de la Memoria busca impedir que en nuestro país se repitan las violaciones a la dignidad de la persona. El objetivo es loable, pero es legítima también la discusión sobre los medios más adecuados para lograrlo. Ahora bien, para permitir un debate adecuado, los críticos del museo deberían ser explícitos en su condena a las violaciones a los DDHH, y sus defensores deberían admitir que la demanda de contexto no necesariamente busca justificar. No se trata de anular el desacuerdo, pero sí de ponerlo en el lugar que le corresponde.

Ernesto Aguila anota que hay cierto tipo de hechos, cuyo desacople con el contexto político e histórico vuelven superflua cualquier explicación. Y tiene razón. Pero entonces, ¿por qué temerle tanto al contexto? ¿Acaso el contraste con las circunstancias no muestra mejor el carácter indecible del horror? Estas preguntas son reveladoras de la verdadera naturaleza del desacuerdo, que no es tanto sobre nuestro pasado, sino sobre el significado de lo humano. Para algunos, la única actitud válida frente al horror es la condena moral. Esto implica alejarlo de nosotros, y separar a los victimarios del plano de la humanidad: hay actos tan monstruosos que no admiten ningún tipo de explicación. En el imperio de la moral, cualquier otra actitud resulta sospechosa.

La posición puramente moral tiene para sí dos ventajas: es convergente con nuestros sentimientos y contiene un alto grado de verdad. En rigor, es una postura insuficiente más que equivocada: el punto de vista moral nunca se basta a sí mismo, porque al excluir el mal de nuestras posibilidades el hecho queda desnudo, y una historia sin narración no es historia. De hecho, el propio museo no logra apartar todo contexto: al interesarse sólo por los actos cometidos por los agentes del Estado en un período determinado, el museo de la memoria admite, de hecho, que determinadas circunstancias sí pueden ser decisivas para comprender. La elección de esas circunstancias es legítima y defendible, pero debiera asumirse como tal.

Con todo, la posición moral conlleva el peligro de impedir la reflexión, porque tiende a silenciar toda pregunta. Sin embargo, el horror reclama precisamente lo contrario: una interrogación profunda sobre la condición humana. Si realmente queremos que la condena a las violaciones a los DDHH sea radical, entonces la explicación es tan indispensable como dolorosa, porque sólo puede condenarse aquello que se comprende; el resto es gesticulación. Puede decirse que la postura moral engendra novelas como HHhH de Laurent Binet, mientras que la segunda posibilidad inspira las novelas de Vassili Grossmann: allí donde Binet exuda certezas y sentimiento de superioridad, Grossmann interroga con humildad el sentido de lo humano.

Para los más maniqueos, la pregunta central (¿qué hacer con el horror?) ni siquiera merece ser formulada: el mal está siempre afuera, el mal son siempre los otros. Montaigne tenía una opinión distinta, y por eso decía que todo hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana. Si esto es cierto, entonces el defecto del museo no es pasar por alto el contexto y la narración -casi daría lo mismo- sino ignorar la complejidad del fenómeno humano. Y cuando se pretende educar, esa falta sí que es imperdonable.

Publicado en La Tercera el miércoles 11 de julio de 2012

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