lunes, 15 de octubre de 2012

Impuestos y segregación escolar


UNA DE las propuestas más polémicas de la reforma tributaria impulsada por el gobierno es la posibilidad de descontar del pago de impuestos los gastos en educación. Aunque la medida está orientada a un segmento muy específico de la población, ha recibido ataques severos que merecen atención.

Los críticos de la modificación sostienen que ésta sólo acentuará la segregación escolar. En efecto, al permitir descontar de la base imponible los gastos en educación, se genera un incentivo favorable a la educación privada. Esto terminaría afectando gravemente tanto a la educación pública como a la igualdad de oportunidades, pues significa más ayuda para los que ya tienen, y menos recursos para los que menos tienen. Si acaso es cierto que al educar buscamos compartir los bienes culturales, más que reservarlos a unos pocos privilegiados, entonces la lucha contra la segregación debe ser prioritaria.

Todo esto suena bien, pero hay un equívoco fundamental: la estructura tributaria no puede ser indiferente a la realidad. En ese sentido, permitir que un segmento muy determinado pueda reducir su pago de impuestos en función de sus gastos en educación tiene bastante de sentido común, sobre todo considerando que en nuestro país los grupos familiares no reciben demasiada ayuda en su tarea, que es a todas luces crucial. Para decirlo de otro modo, no puede imponerse de la misma manera y en la misma proporción el dinero gastado en La Parva, que el dinero gastado en educación. Estos son gastos de naturaleza distinta, y cuyos efectos sociales difieren cualitativamente. Es cierto que el copago tiende a generar segregación, pero habría que distinguir muy bien los planos para no intentar corregir una injusticia con otra.

No es justo cargar en la espalda de la clase media, que con esfuerzo paga un colegio subvencionado, un problema que tiene otras dimensiones y otros alcances. Para ir más lejos, es un error creer que la segregación es ante todo un problema escolar. La segregación educacional es más efecto que causa de un fenómeno distinto: la segregación espacial. Hemos construido una ciudad en la que los conciudadanos ni se tocan ni se ven, y hemos confiado el diseño de la ciudad a las fuerzas del mercado, fuerzas que nos separan según nuestro nivel de ingreso. Pretender que el sistema educativo pueda enfrentar y resolver una cuestión de ese calibre es síntoma de un voluntarismo bien extraviado. Una medida de este tipo sólo aliviará (y muy ligeramente) a familias de clase media que prefieren educar a sus hijos en el sistema privado.

Es legítimo que esa decisión no nos guste por sus externalidades negativas, pero la solución no pasa por castigarlas tributariamente, ni por forzarlas a permanecer en el sector público contra su voluntad. La salida tiene que ver más bien con la construcción de una educación pública de calidad, que pueda erigirse en alternativa legítima. Esto requiere que seamos capaces, alguna vez, de pensar los bienes públicos como tales: ni frutos del principio de subsidiariedad ni generados por el Estado contra la voluntad de las personas. Estos sólo surgirán si vislumbramos en nuestro horizonte la posibilidad de construir cosas comunes. ¿Queremos hacerlo?

Publicado en La Tercera el miércoles 8 de agosto de 2012

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