miércoles, 31 de octubre de 2012

La falacia científica


MIENTRAS más avanza el conocimiento, dice Rousseau, menos sabemos quién es el hombre. Con esta paradoja, el filósofo alude al problema siguiente: mal utilizada, la ciencia puede estorbar más que facilitar el conocimiento de lo humano.

La frase se me viene a la mente luego de pasar días escuchando a los activistas de la causa homosexual buscando cerrar toda discusión, e incluso impedir la exposición de puntos de vista distintos, con la ayuda de estudios científicos y estadísticas varias.

La ciencia habló, afirman, y no hay nada más que discutir sobre el asunto (olvidando de paso que lo propio de toda teoría científica es justamente su carácter refutable). Con todo, la argumentación es persuasiva, pues el prestigio del que goza la ciencia en las sociedades modernas sólo es comparable al que pudo haber tenido la religión en épocas anteriores. Y de hecho es difícil no confiar en este nuevo oráculo, que dice buscar la verdad sin dogmatismos. Pero, ¿cumple la ciencia en su acepción actual todas sus promesas? ¿Nos permite acceder a la verdad con asepsia y veracidad? Nada es menos seguro y, justamente, por aquí iban los temores de Rousseau. Cuando la actitud científica pretende erigirse en vía exclusiva para conocer, excluyendo otras consideraciones, puede terminar siendo tan dogmática como sus predecesoras. Esto, por una razón muy simple: no existe algo así como la neutralidad científica, en parte porque los científicos no son ángeles, y en parte porque la ciencia no es autoexplicativa.

En rigor, la ciencia no es capaz de responder las preguntas que más nos importan, porque están fuera de su horizonte. La ciencia siempre parte de supuestos teóricos que no pueden demostrarse siguiendo el método científico, y por eso Nietzsche podía decir que detrás de toda ciencia hay un acto de fe. Es imposible, por ejemplo, determinar científicamente si acaso la homosexualidad es o no una enfermedad, porque ni siquiera la definición de enfermedad es meramente científica. Esto no convierte la cuestión en pura arbitrariedad, pero nos abre necesariamente a interrogaciones filosóficas que no podemos eludir. Hay muy buenas razones para pensar que la homosexualidad no es una enfermedad, pero ninguna de ellas es estrictamente “científica”. La manera correcta de argumentarlo no es blandiendo estudios y papers, sino asumiendo con honestidad que dicha posición implica supuestos filosóficos que no son neutros. Escudarse en la supuesta neutralidad de la ciencia equivale a discutir con muletas, sin querer hacerse cargo de las nociones sustantivas que se defienden. En castellano eso se llama contrabando y, al menos en lo tocante a la deliberación pública, es más aconsejable discutir a cara descubierta.

No se trata de descartar a priori la contribución de la ciencia a la discusión pública, pero sí de conocer sus límites. Cada vez que Pablo Simonetti nos explica que no debemos discutir tal o cual problema porque una asociación de científicos ya votó sobre él hace décadas, no sólo se erige en juez acerca de qué podemos debatir, sino que también invoca un tipo de argumento -el de autoridad- del que decía querer liberarnos. La causa homosexual se merece argumentos un poco menos falaces y discusiones un poco más honestas.

Publicado en La Tercera el miércoles 17 de octubre de 2012

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