lunes, 15 de octubre de 2012

La paradoja de Pascal

QUIEN QUIERA hacer el ángel, hace la bestia, decía Pascal buscando prevenirnos contra los excesos del puritanismo. La naturaleza humana, y es una lección que el mismo Pascal había aprendido de Montaigne, se aviene mal con los deseos de purificación total. Aquellos que quieren una humanidad transparente y completamente diáfana buscan un objetivo imposible de alcanzar. No entienden la ambigüedad inherente a nuestra condición, a medio camino entre el ángel y la bestia.

La preocupación de Pascal era sobre todo religiosa (contra los excesos de algunas versiones del cristianismo), pero puede aplicarse a otros ámbitos, pues el rigorismo absurdo no es monopolio de tal o cual credo. De hecho, está lejos de ser un peligro superado: el puritanismo no acecha menos hoy que en el siglo de Pascal.

La idea de hacer públicos los correos electrónicos de un ministro tiene que ver con la misma pretensión. La lógica es la siguiente: puesto que un secretario de Estado no tiene, en principio, nada que esconder, entonces debe mostrarlo todo. Cualquier zona de oscuridad es sinónimo de posible corrupción, y debe ser por tanto eliminada. Los hombres públicos deben ser puros, y si se niegan, la ley debe forzarlos a serlo: que la luz se haga. Sólo así, dicen los más afiebrados, tendremos una administración pública digna de ese nombre.

¿Es razonable todo esto? ¿Es cierto que el escrutinio de las acciones públicas debe ser ilimitado? ¿Es siquiera deseable que algo así ocurra? Parece haber aquí un equívoco mayúsculo. Nadie niega que la transparencia en los asuntos comunes sea una buena noticia, pero empujar el principio al extremo es, cuando menos, absurdo.

El buen funcionamiento del Estado necesita zonas de intimidad, porque toda actividad propiamente humana las requiere, y ocurre que la política es una actividad humana, acaso la más humana de todas. Un ministro debe tener la posibilidad de intercambiar correos electrónicos, llamadas telefónicas y mensajes con algún grado de libertad de espíritu. Los políticos también son personas, y por eso no es razonable aplicarles un test de blancura que, seamos honestos, (casi) nadie aprobaría: ¿quién podría hacerse cargo públicamente de todas sus conversaciones, correos y mensajes transmitidos en un contexto de confianza? Las palabras dichas en privado no tienen vocación a hacerse públicas, porque el despliegue de lo humano exige una distancia entre lo público y lo privado, y eso también vale para las actividades públicas. Es cierto que esa distancia hace posible la hipocresía, pero también hace posible la libertad. El dogma de la transparencia total tiene más rasgos totalitarios que democráticos.

Por lo demás, cabe reflexionar un segundo sobre los efectos de una disposición de ese tipo. Los ministros no utilizarán más los correos institucionales, prefiriendo siempre sus correos privados. No enviarán más mensajes desde equipos de propiedad pública, sino desde sus propios computadores o teléfonos. Las posibilidades del lenguaje serán aún más restringidas.

Así, los asuntos comunes se alejarán aún más del dominio público, privatizándose completamente. Los formalistas kantianos, queriendo engendrar al ángel, terminarán acercándonos un poco más a la bestia. No creo que haya que estar demasiado agradecidos.


Publicado en La Tercera el miércoles 18 de abril de 2012

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