miércoles, 31 de octubre de 2012

Lo que esconden las cenizas


CUANDO aún conservaba la lucidez política, Pablo Longueira solía lanzar una advertencia: para la derecha, ganar el gobierno constituye una oportunidad histórica en un país donde la mayoría sociológica se inclina más bien a la izquierda. Si lo hacemos mal, decía Longueira, nuestro gobierno no será más que un episodio aislado en el gran ciclo histórico de la Concertación.

Todos esos fantasmas se hicieron carne súbitamente el domingo por la tarde cuando, en el lapso de pocos minutos, fueron derrumbándose una por una todas las certezas oficialistas. Las cifras son elocuentes, y baste sólo mencionar que en concejales la Coalición ni siquiera alcanza el 33%. Este porcentaje es justo la cifra mágica que permite una subsistencia cómoda bajo el binominal, pero que resulta bien inútil si acaso hay algo parecido a la vocación de mayoría.

No existe, desde luego, una sola causa que permita dar cuenta del desaguisado. Tampoco hay un solo responsable, porque los problemas estructurales de la derecha son compartidos. Por dar un ejemplo, nadie -ni los partidos ni el gobierno ni los candidatos- se dio el trabajo de intentar prever cuáles podían ser los efectos del voto voluntario en el electorado oficialista. Tanta fue la improvisación y tan exitista fue el diseño, que durante días la derecha sólo se preocupó del balcón, como si la elección fuera un mero trámite: un candor de aficionados del que sólo parece salvarse Andrés Allamand.

La oposición, por su parte, tiene justificados motivos de alegría. Porque si pudo aplicarle tal correctivo a la Coalición en un contexto de agudas divisiones internas, uno puede preguntarse qué habría ocurrido con una centroizquierda ordenada. Naturalmente, esto no la exime de la indispensable autocrítica. El triunfo es inobjetable, pero precario, porque descansa en una bajísima participación y en la anomia de la derecha, y esos no son buenos síntomas para nuestra democracia.

Pero qué diablos, esto es política, y es innegable que en esa cancha la oposición, a pesar de todas sus dificultades, gana con demasiada comodidad. Con la notable excepción de Michelle Bachelet, la oposición cree en la política y en sus virtudes, y propone discursos coherentes en ese sentido. El oficialismo cree poco y nada en la política, porque vive en la ilusión de que todos los problemas son de gestión o de comunicación, y eso es dar mucha ventaja. Por raro que suene, el hecho es que el gobierno nunca ha creído en la dimensión propiamente política de su labor, y eso se paga caro cuando hay elecciones. La nueva forma de gobernar sólo fue una forma sofisticada de ignorar la política, escondiéndose detrás de los pendrive, las planillas excel, las encuestas, los ingenieros comerciales, el 24/7, las parcas rojas, las sonrisas, los semáforos, los asesores de imagen, los números, los gerentes, el marketing, la excelencia, los mineros y las bilaterales.

El pecado original es haber intentado elaborar un discurso (a)político a partir de esas coordenadas que no son capaces de convocar a nada ni a nadie. Falló el diseño, porque falló el diagnóstico. Y falló el diagnóstico porque  la  derecha no ha tenido la honestidad -intelectual ni práctica- de asumir en serio el desafío de lo público.

Publicado en La Tercera el miércoles 31 de octubre de 2012

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Daniel,

Nada más comento que leído un par de columnas tuyas, y que me impresiona la lucidez de muchas de tus observaciones.
Contribuyen a llenar un vacío intelectual que ha durado demasiado tiempo en el "debate público" de ciertos temas éticos y morales clave en estos días.
No escribo en La tercera, pero en mi esfera intento hacer lo mismo.

Tienes un nuevo lector.
Saludos